Con sus manos atadas a la espalda, subió los escalones hasta el
cadalso. Ese gran escenario preparado en la plaza para la ejecución
de los herejes. Mucha gente se había juntado a ver el espectáculo:
a Archibald le cortarían la cabeza.
Dos pecados había
cometido: luchar contra el feudalismo que estaba en total decadencia,
y haberlo hecho desde la naciente reforma protestante.
Cuando lo apresaron
un compañero en retirada gritó: “¡Sangre por sangre!” Pero
Archibald, que había hecho de su ideología una extraña síntesis
de revolución y pacifismo cristiano, pidió a los gritos que no
tomaran venganza.
Los golpes y
puñetazos recibidos, no pudieron quitar del rostro de Archibald la
sonrisa triunfante. Sabía que su muerte no era en vano, que muchos
de los presentes que lo insultaban, se irían de la plaza marcados
por su actitud. Tal vez cambiarían. Seguro muchos se sumarían a su
lucha contra el feudalismo esclavista.
A pesar de sus
reclamos, le pusieron una bolsa en la cabeza. El no quería, quería
que lo vieran morir sonriendo. El verdugo no se lo permitió. Se
arrodilló, puso su cabeza en aquel tronco oscurecido por sangres
pasadas y espero cantando un himno a un Dios que tal vez no acudiría.
Sintió un golpe en
la nuca, no sintió dolor, pensó que era el amague del verdugo antes
del hachazo que se tardaba en venir. De pronto todas las voces de la
plaza callaron. El esperó unos segundos eternos y se levantó,
caminó unos pazos, se dio vuelta y vio a su verdugo muerto con su
propia hacha clavada en la cabeza, tirado abajo del cadalso donde la
gente ya no estaba.
Bajó, pensó que
sus compañeros habían tomado las armas, llegó al lado de su
verdugo, elevó una plegaria, bajó la vista y vio que entre sus
brazos apretaba una bolsa como queriendo guardar un tesoro. Cuando
Árchibald la abrió se llenó de terror al comprender que la bolsa
del verdugo, contenía su cabeza.
Claudio Cruces Mayo
de 2023